Opinion
La Realpolitik y las potencias en la sombra
POR LUIS M. GUZMAN
La palabra Realpolitik viene del alemán y se traduce como «política realista». No se trata de una ideología, ni de un conjunto de valores, sino de una forma de actuar en política que pone el interés propio por encima de todo. Quienes siguen esta lógica no se preguntan qué es justo o correcto, sino qué es útil, qué fortalece su poder o qué les conviene más.
Es una política fría, calculadora y muchas veces cínica. Esta perspectiva revela cómo los intereses nacionales superan constantemente las preocupaciones morales en la toma de decisiones internacionales.
Aplicada a las relaciones entre países, la Realpolitik significa que los Estados toman decisiones no por solidaridad, ética o moral, sino para proteger su seguridad, su economía o su influencia. A veces eso significa aliarse con regímenes represivos, ignorar crímenes de guerra o mantenerse «neutrales» ante injusticias, si eso garantiza algún tipo de ventaja estratégica.
Es la lógica que guía a muchas potencias en el mundo actual. Esta forma de operar se normaliza bajo la apariencia de diplomacia pragmática.
En el caso del conflicto entre Irán, Israel y EE.UU., esta forma de actuar ha sido evidente. Algunos países, como Rusia, China o India, no participaron directamente en los ataques ni enviaron tropas, La Realpolitik y las potencias en la sombra pero sí ayudaron a Irán con armas, tecnología o acuerdos comerciales.
Lo hicieron no por simpatía ideológica, sino porque les conviene tener a Irán como aliado o como ficha en su juego global contra Occidente. Así, estos actores proyectan influencia sin involucrarse de forma directa.
Desde esa lógica de Realpolitik, lo importante no es quién tiene razón en el conflicto, sino cómo se puede sacar provecho del caos sin quedar atrapado en él. Por ejemplo, China firmó un acuerdo económico con Irán por 25 años y se convirtió en su principal socio comercial, pero al mismo tiempo evita una confrontación abierta con EE.UU. Esa doble jugada le permite ganar terreno sin arriesgar demasiado. La estrategia de ambigüedad calculada se vuelve así una poderosa herramienta geopolítica.
Rusia
Rusia, por su parte, ha suministrado armamento a Irán, ha mantenido relaciones diplomáticas estables y ha condenado los ataques israelíes. Pero no ha intervenido militarmente ni ha comprometido su seguridad directa.
Su objetivo es claro: debilitar a EE.UU. en Medio Oriente, reforzar su propia influencia y seguir vendiendo armas, sin entrar de lleno en una guerra que no le conviene. Este equilibrio de influencia y distancia es característico del modelo ruso en conflictos regionales.
India representa otro caso de equilibrio pragmático. Tiene lazos históricos con Irán, pero también relaciones estratégicas con Israel y Estados Unidos. Por eso mantiene una posición ambigua: compra petróleo iraní, pero evita pronunciarse sobre el conflicto.
Esa neutralidad le permite conservar relaciones con todos los bandos y asegurar su crecimiento económico sin provocar a nadie. La prioridad de India es consolidar su ascenso global sin sacrificar alianzas vitales.
Turquía, Qatar y Pakistán también practican esta Realpolitik. Turquía condena las acciones de Israel, pero no rompe con la OTAN ni con EE.UU. Qatar financia grupos cercanos a Irán, pero mantiene una base militar estadounidense en su territorio. Pakistán se balancea entre las presiones de Arabia Saudita y las inversiones chinas.
Todos juegan a dos bandas porque así maximizan sus beneficios y reducen riesgos. Este enfoque ilustra cómo la ambigüedad diplomática se convierte en estrategia de supervivencia.
Este enfoque trae ventajas: pueden negociar con más actores, acceder a recursos y evitar confrontaciones costosas. Pero también implica riesgos: si el conflicto se agrava, podrían ser blanco de sanciones o tener que tomar partido. Además, una postura ambigua puede erosionar su credibilidad a largo plazo y aumentar tensiones internas, como sucede con Turquía frente a su oposición. La estabilidad interna se vuelve entonces el límite de la maniobra internacional.
En términos económicos, estos países también se posicionan para aprovechar la reconstrucción postguerra. China puede ofrecer infraestructura, Rusia seguridad y tecnología, e India cooperación energética. Cada uno intenta ocupar espacios que Occidente podría abandonar o que Irán estará obligado a abrir para sobrevivir. No es caridad, es oportunidad de negocio. Esta carrera por la influencia reconstruye el mapa geoeconómico de la región.
Lo que todos evitan, siguiendo la lógica de la Realpolitik, es comprometerse en exceso con una causa que pueda volverse costosa. No hay héroes ni villanos, solo jugadores de ajedrez moviendo piezas. Por eso las declaraciones públicas sobre «derechos humanos» o «paz duradera» son secundarias frente a los movimientos reales que se dan tras bastidores. La retórica sirve para distraer mientras se aseguran intereses de fondo.
A largo plazo, si Irán queda debilitado pero no destruido, seguirá siendo útil como contrapeso a Israel y Arabia Saudita. Si colapsa, podría abrir un vacío peligroso que beneficie a actores extremistas.
Por eso muchas potencias prefieren que el conflicto se mantenga controlado, pero no necesariamente resuelto. Es un equilibrio frágil, pero conveniente para los que están lejos del campo de batalla. Esta lógica del equilibrio inestable es una constante de la política global.
La Realpolitik en este contexto no solo explica por qué muchos países actúan como actúan, sino también cómo podría evolucionar el conflicto. No se trata de moralidad ni de principios, sino de poder, influencia y supervivencia.
Y en ese juego, los que no disparan también tienen sangre en las manos, aunque no lo parezca. Este análisis desnuda el verdadero motor de muchas decisiones internacionales: el interés crudo.
JPM
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