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Opinion

La genuflexión de sus más fieros opositores avala su influencia

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LA AUTORA es jurista y escritora. Reside en Santo Domingo.

Quizás nunca imaginó que su deceso coincidiría con el aniversario de la “Toma de la Bastilla”. Creyente en la fuerza del destino, supersticioso, Joaquín Antonio Balaguer Ricardo, admirador de la historia de Francia, de sus héroes, escritores, políticos, murió un día como hoy.

“Los destinistas somos buenos supersticiosos” escribe en sus Memorias. El hombre que despidió a su “amado jefe” con un panegírico memorable donde entrelaza el elogio con la crítica sagaz, desde su inicio en la vida pública -1930- actuó convencido de la “irremediable deformidad moral de los hombres”.

Sanctasanctórum de la política dominicana. Inimitable, aunque muchos todavía intentan parecérsele. Tan amado como temido, trastocó el odio de sus adversarios en deseo irrefrenable de ser como él.

La paciencia labró su historia. Desde mozalbete, “el hijo del pulpero” resistió las consecuencias de los prejuicios sociales existentes en aquel Cibao con gente de primera y de tercera.

Sirvió a la tiranía de manera obsecuente. Reconoció el horror como ninguno y describió a cómplices y traidores. “Lo peor de aquella época consistió en la aceptación, por casi todos, de aquel cataclismo social como un hecho irremediable.” JB

Después del magnicidio, su actitud provocó la desconfianza de la temible viuda del jefe y de la atribulada descendencia del sátrapa, conturbada por el impensable acontecimiento.

Balaguer (1907-2002)

El control que mantuvo de tirios y troyanos, la genuflexión de sus más fieros opositores avala su influencia y convierte en ficción los pujos libertarios de aquellos que durante el día lo insultaban y entre la penumbra buscaban favores y aceptaban perversas canonjías.

A pesar de la sangre y el acecho logró vergonzosas claudicaciones. Los decretos ratificaban el deshonor y el encubrimiento.

Oráculo y padre de la democracia

Ajeno a los disparos, al peregrinar de los familiares buscando desaparecidos, al exilio, al encierro de tantos, fue convertido en oráculo y luego en “padre de la democracia”.

Disfrutó la visita de sus detractores y perseguidos, el desfile, “uno a uno como caballeros y todos juntos como malandrines”. Postrados y reverentes, pedían respaldos y consejo.

Procede el pastiche de los trabajos publicados desde antes de su muerte y en los días posteriores al sepelio, cuando algunos brindaron, levantaban la copa de la frustración. Festejaban, sin saberlo, la vigencia y fortaleza política de un hombre que a los 96 años fue vencido por la muerte. Esperaron el mandato del destino para celebrar la imposibilidad de derrotarlo con ideas, cuando la dignidad se había perdido.

Veinte y tres años después de su muerte aquellos que aún sobreviven perdieron la consigna de ser “anti balaguerista” como su premisa ideológica. Se quedaron sin excusas para hacer y ser lo que nunca pudieron.

La mayoría de sus detractores que en secreto reconoce la grandeza del enemigo, no pudieron construir su propia historia sin él. Carentes de identidad cuentan epopeyas fantásticas, sin cárcel ni persecución, tal vez con miedo.

Anhelan, aunque no lo confiesen, el susurro del oráculo de Navarrete. Cerca del ocaso reparten lisonjas con las manos abiertas, atentos a la complacencia de un nuevo “padre de la patria nueva” que se empeñan en cincelar. Cueste lo que cueste.

jpm-am

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