POR RAMFIS RAFAEL PEÑA NINA
Hay pensamientos que no nacen de la erudición, sino del alma que observa el mundo con los ojos abiertos y el corazón herido. Esta reflexión no es una profecía bíblica, sino una advertencia moral, una lucidez que se asoma ante la decadencia espiritual de nuestra Era.
Cuando el hombre pierda el temor reverente a Dios, perderá también la brújula de su humanidad.
El temor a Dios —no el miedo servil, sino el respeto profundo hacia lo trascendente— ha sido durante siglos el muro invisible que ha contenido la barbarie. Al derrumbarse ese muro, lo que queda es la selva interior del egoísmo, donde la ley del más fuerte reemplaza la justicia divina y el dinero sustituye a la conciencia.
El mundo moderno, en su afán de progreso y dominio, ha empezado a vaciar el alma humana. La ciencia avanza, pero la moral retrocede. Se fabrican armas más rápidas que oraciones, algoritmos más influyentes que sacerdotes.
Los templos se vacían mientras los corazones se llenan de ruido, consumo y vértigo. Y cuando el hombre ya no mira al cielo, termina mirándose en el espejo de su propia ambición.
Lo que ocurre hoy en Palestina no es solo una tragedia geopolítica; es un espejo del alma humana cuando se olvida de Dios. Niños muertos, madres desesperadas, templos destruidos, y el silencio cómplice de quienes deberían defender la vida.
Muchos miran esas imágenes y comienzan a dudar de la justicia divina, como si Dios fuera el responsable del odio que habita en nosotros.
Pero quizá esa duda es parte del proyecto: quebrar la fe del hombre para dominarlo desde la desesperanza. Cuando ya no creamos en un Bien supremo, cualquier poder humano podrá erigirse en nuestro dios. Y entonces adoraremos banderas, ideologías, líderes o tecnologías, mientras el espíritu muere lentamente.
El plan del mal nunca ha sido destruir a Dios —porque eso es imposible—, sino apartar al hombre de Él. Hacerle creer que puede bastarse a sí mismo, que la moral es relativa, que la vida es mercancía, que la justicia es venganza. En ese terreno baldío florecen los imperios del miedo y la manipulación.
Las potencias del mundo, con su dominio mediático y tecnológico, han aprendido a sembrar duda en el alma colectiva. Nos distraen, nos dividen, nos enfrentan por causas fragmentadas mientras los poderosos consolidan su dominio. Y cada vez que un ser humano duda de la justicia divina, el proyecto del caos avanza un paso más.
El hombre que no teme a Dios teme a nada… y eso lo vuelve peligroso. Sin ese límite moral, puede justificar cualquier acto en nombre de su libertad o su supervivencia. Así comienzan las guerras, los genocidios, los sistemas que matan sin culpa y destruyen sin remordimiento.
El verdadero desafío no es político ni militar, sino espiritual. No se trata de conquistar territorios, sino de reconquistar el alma humana. Solo un pueblo que teme a Dios puede amar verdaderamente al prójimo, porque reconoce en él la imagen divina. Cuando ese reconocimiento se pierde, el otro deja de ser hermano y se convierte en enemigo.
Hoy, más que nunca, necesitamos volver a ese temor sagrado que eleva, que orienta, que humaniza. No por fanatismo, sino por sabiduría. Porque quien se arrodilla ante Dios no se inclina ante los tiranos. Quien cree en la justicia divina no necesita la venganza. Quien respeta lo sagrado no puede destruir lo humano.
Si no nos unimos contra el camino de la duda, terminaremos devorándonos unos a otros, en nombre de causas que ni entendemos. La batalla final no será por territorios ni recursos, sino por el alma del hombre.
jpm-am
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