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Opinion

Epístola a un filólogo; cien años después

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El autor reside en Miami

Compartir nacionalidad con una figura de la estatura intelectual de Pedro Henríquez Ureña, es motivo de un orgullo indescriptible. Este hombre de América nos dejó una impronta tan vasta, que todos los dominicanos, estemos donde estemos, debemos presumir de él con gran ufanía.

En estos días, procurando seguir sus huellas, que aún permanecen imborrables en toda América, focalicé mi búsqueda entre sus pares contemporáneos chilenos, para saber con cuáles de ellos estrechó lazos intelectuales y de amistad.

Sabía que entre sus amigos chilenos se encontraban Gabriela Mistral, con quien intercambio epístolas muy conocidas, y Arturo Torres Rioseco. De hecho, fue Torres Rioseco quien lo sustituyó en la cátedra de la Universidad de Minnesota en 1922, cuando Henríquez Ureña decidió regresar a México tras un llamado de su amigo José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación.

Si bien es cierto que Henríquez Ureña gozaba de un vasto reconocimiento entre la intelectualidad chilena, en estas pesquisas encontré un ejemplar de la “Revista Juventud” (no. 17, año 3) editada en octubre del año 1922 por la Federación de Estudiantes de Chile. En la pagina 7 se publica una “Carta a mi amigo el Filólogo”, firmada por Armando Donoso, y cuyo destinatario era Pedro Henríquez Ureña. Confieso que de los Donoso chilenos solo conocía a José (Pepe) Donoso, miembro del boom latinoamericano; de Armando, no sabía.

Leí con avidez la añeja carta de Armando Donoso, que certifica un singular afecto y admiración hacia Pedro. Por lo que en ella se relata, se podría decir que era un amigo verdadero del apóstol del humanismo americano.

Pedro Henríquez Ureña

Armando Donoso (1887-1946) era un prominente intelectual y crítico literario chileno, a quien según presumo Henríquez Ureña conoció en México. La carta parece ser una respuesta al envío del libro La versificación irregular en la poesía castellana.

Donoso escribe: “Esto pensaba al doblar la ultima pagina del sabio volumen que usted ha tenido la bondad de enviarme, y cuyo título vale por una larga cátedra universitaria. Pongo mi mano sobre el pecho y le digo que, hoja a hoja, el lápiz atento, lo he leído, sin perdonar la menuda, la prolija y sustanciosa nota de cada página. ¿Cree usted que todos los que como yo bien le admiran y más le quieren habrían seguido, hasta la última, las trescientas diecisiete grandes planas de La versificación irregular en la poesía castellana?»

En su epístola, Donoso se explaya en elogios para el maestro dominicano. Elogios que, considero, conmueven a cualquiera con sensibilidad humana: “Mi estimado amigo, siempre admire su juventud, porque en ella ha presidido una socrática autoridad; siempre admiré su inteligencia, porque supo armonizar en sus dones el ímpetu dionisíaco con la gracia apolínea; siempre admiré su sabiduría, porque era una suma de ecléctica comprensión, de inquieta curiosidad, de espíritu crítico vibrante y moceril”.

Armando Donoso, sin duda un aedo de altos vuelos, cincela con su epístola el camino que ha de conducirnos al Olimpo, donde desde entonces y para siempre habita Pedro: “Su libro sobre la versificación irregular nos obliga a lamentar su olvido de las cosas de la tierra, de esta América virgen en su pasado y en su presente, tan rica de porvenir, que reclama, que exige, claros talentos como el suyo”.

En el párrafo final Donoso expresa a su amigo, con dejo de nostalgia: “Las calvicies venerables se inclinaran ante usted; los diccionarios le franquearan su entrada a la inmortalidad; los lexicógrafos le llamaran joven maestro; ceñirán su pecho con altas, raras insignias,…mientras nosotros, sus amigos y sus admiradores primeros, con cierta intuitiva melancolía, no desesperaremos, aguardando el día en que usted regrese al generoso solar mejicano, a enhebrar el interrumpido coloquio junto a sus amigos de antaño, que encarnan la juventud de siempre, esa juventud que usted exaltaba en el recuerdo de sus días alcióneos”.

Estas son solo unas breves pinceladas de esa epístola antológica. Si bien apareció por primera vez en la “Revista Juventud”, Donoso la insertó en un capítulo de su libro La otra América, publicado hace ya una centuria, en 1925.

Invito a que sea leída íntegramente, porque, además de reflejar un noble y justo sentimiento, su prosa es brillante, tejida con dorados hilos de un narrador exquisito, y nos permite rememorar los vínculos que por siempre nos han unido.

jpm-am

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